El mal es algo más que un ente. Es una particularidad tan omnipresente como la red.
Debo reconocer que hay sólo tres filósofas que me han impactado: una es griega (Aristóteles), otra es alemana y estuvo íntimamente ligada al nazismo (Heidegger) y la última sin dudas es Hanna Arent una mujer que antepuso su derecho a pensar por sobre toda particularidad personal. Tal vez por las mismas razones me seduce el cine de Von Trotta desde aquella “Rosa Luxemburgo” que me llevó a girar abruptamente a la izquierda y militar en el bolchevismo troskista argentino.
En todos mis años de militancia he observado la capacidad humana para renunciar a pensar, la increíble renuncia a su capacidad critica, a la mínima capacidad humana de cambiar las cosas. Esta capacidad no debe confundirse con la oposición a un gobierno o la capacidad que poseemos para desvirtuar los hechos para lograr una cosmovisión que beneficie nuestros estilos de vida. Es más esa capacidad de oponernos a un gobierno o a un progreso -cualquiera sea- desvirtuando los hechos subjetivamente, esa renuncia a lograr encontrar la verdad; para sustituirla por nuestra versión de la realidad es en sí una colaboración sin condiciones a la producción de un dokos que oculta la verdad y por eso mismo una manifestación de nuestra maldad inherente.
El capitalismo como sistema es un productor incansable de dokos (velos) que desdibujan la verdad; pero es nuestra aceptación lo que los convierte en realidad. Por lo que podemos decir que muchas de las grandes catástrofes humanas no habrían existido si la mayoría, eso que llamamos pomposamente “pueblo”, no lo hubiese aceptado.
No sé exactamente cuándo fue que la humana perdió su estatura moral y a pesar de las excepciones que las ponen de manifiesto a riesgo de su propia vida; estamos lejos de lograr esa recuperación moral. Porque el sistema capitalista necesita de personas inmorales.
Entendamos a que me refiero con inmoral. No estoy diciendo que necesita libertinas, eso no es más que una distracción del sistema que plantea la moral con una de las formas de relación humana más bella que existe, más allá de los sentimientos implicados. El sexo es una de las formas de placer donde la muerte es vencida por la vida y por ende una de las formas de romper con nuestras barreras. Cuando estamos desnudas ante otra somos vulnerables y vulneramos, tenemos tal vez uno de los momentos más lúcidos de nuestras vidas. Y podemos apreciar nuestra esencia hasta sus límites; por eso el ejercicio del poder la tiño de culpa, prejuicios y de suciedad; pero es nuestra aceptación, nuestro ejercicio de sumisión a tirar la piedra sobre la pecadora lo que nos convierte en parte de la opresión. Y es este ejercicio lo que nos hace inmorales, la inmoralidad siempre busca coartar la libertad, por eso es inmoral.
El no comprender que la maldad es un ejercicio de poder cotidiano, que se basa en reproducir las producciones del poder para mantener su control total es lo que nos hace en sí malas, carentes de bondad.
Hoy ese ejercicio se hizo tan sutil y trabaja tan a nivel de la conciencia, que no vemos que el mantener una libertad individual la convierte en un eslabón de la cadena de ejercicio del mal. Es así que en el afán de defender la democracia y la libertad “para hacer lo que queramos”; ejercemos una elección plagada de egoísmo que condena a la miseria a las otras.
Es nuestra decisión a pertenecer al “adentro permanente”, lo que mantiene vivo el afuera. El sistema excluye porque nosotras excluimos. Es imposible que un gobierno cualquiera someta a otras si no hay colaboración de las líderes de las sometidas, pero fundamentalmente no hay sumisión si nosotros no la aceptamos.
¿Cómo… aceptamos la sumisión? “No seas pelotuda; mira si yo voy a querer que me exploten!” Es una de las respuestas más escuchadas ante este planteo. La realidad es que nosotras aceptamos la sumisión al establecer como parte de nuestras vidas la individualidad por sobre lo social y esto no es un planteo filosófico es un hecho. Y todas queremos ser explotadas, porque se nos ha enseñado que la explotación nos dará la libertad, por acción del dinero obtenido, de conseguir lo que deseamos.
Este concepto elimina la posibilidad de obtener aquello que deseamos en comunidad, con nuestras pares y a la vez nosotras ayudarlas a obtener lo que ellas desean. Porque lo que deseamos debe pertenecernos, necesitamos la propiedad de aquello que deseamos, sin percatarnos que nuestra propiedad excluye a la otra.
La maldad es un hecho extremo necesario para mantener el control total y la única manera de lograr ese control es meterse en nuestra conciencia, en nuestra mente. La maldad necesita condicionar y de ser posible eliminar el acto de pensar, y fundamentalmente limitar el pensamiento colaborativo. Compartir el acto de pensar es el acto más subversivo existente, y a la vez la acción de mayor bondad, que nos lleva a incluir a otras, lograr un conocimiento que podemos compartir, romper las barreras que nos divide en el afuera y adentro permanente.
La maldad no es banal, ni demoniaca. La maldad es egoísta, inmoral y necesita el control absoluto para ejercer ese poder; pero para eso necesita cómplices. Necesita personas inmorales que construyan barreras, limitaciones, un pensamiento delimitado, cooptado por el bienestar de la pertenencia y la propiedad.
El software privativo es malo por que es un eslabón necesario a este poder en nuestro mundo. El software libre es bueno porque se basa en compartir, en incluir.
Pero no nos dejemos engañar. No seamos cómplices de un dokos; no existe una brecha digital que al ser parcheada soluciona el acceso al conocimiento, a la salud, al alimento, a la educación. El mundo no es mejor o más inclusivo porque podemos acceder a una terminal, mientras no sea distribuida su código fuente, mientras la semilla no sea respetada en su diversidad y el acceso a la tierra, al placer, al conocimiento no sea de acceso libre, de pares en permanente colaboración. Pero no en una práctica como la de Linux con su dictadora benévola, porque eso ya es un impar. La búsqueda debe apuntar a una sociedad donde no haya dictadoras así sean benévolas, una sociedad de pares en toda su extensión.
Es nuestra decisión ser parte de la bondad, de un mundo de pares, de un pensar colaborativo o adecuarnos inmoralmente a ser parte de una sociedad elitista.
La pobreza, el hambre, la enfermedad es inmoral. Y esta inmoralidad es mantenida para enriquecer a unas pocas, esa es la maldad. Y la maldad no tiene símbolos, ni distintivos; la maldad no puede individualizarse; esa es su estrategia.