Nueva Zelanda agregó “trabajo sexual” a su lista de habilidades para las personas migrantes, contribuyendo a la normalización del uso de los cuerpos de las mujeres vulnerables.
“Los servicios que ayudan a que las personas dejen el ‘trabajo sexual’ son irrelevantes, porque ¿quién necesita ayuda para dejar un trabajo común y corriente?”
Uno de los mitos más persuasivos acerca de la prostitución es que es “la profesión más antigua”. Las abolicionistas feministas, que quieren que el comercio sexual termine, la llaman “la opresión más antigua” y se resisten a la idea de que la prostitución sea meramente “un trabajo como cualquier otro”.
Ahora parece que el servicio de inmigración de Nueva Zelanda ha agregado “trabajo sexual” (como se describe la prostitución con cada vez más frecuencia) a la lista de “habilidades laborales” para aquéllas que desean migrar. Según la información en el sitio web de Immigration NZ’s (INZ), la prostitución aparece en la lista de “trabajo cualificado”, pero no en la lista de “escasez de habilidades”.
Mi investigación sobre el comercio sexual me llevó a varios países del mundo, entre ellos Nueva Zelanda. El comercio sexual allí se descriminalizó en 2003 y desde entonces es aclamado por los defensores de la prostitución como el modelo ideal de la regulación de la prostitución.
Las promesas del gobierno -de que la descriminalización reduciría la violencia, de inspecciones regulares a los burdeles y de que no aumentaría el comercio sexual- no se han materializado. Ha sido al contrario. El tráfico de mujeres a Nueva Zelanda, a burdeles legales e ilegales es un problema grave, y por cada burdel habilitado hay, de promedio, otros cuatro burdeles que operan de manera ilegal. Los ataques violentos a las mujeres en los burdeles son tan comunes como siempre. “Los hombres se sienten con más derechos cuando la ley les dice que está bien comprarnos”, dice Sabrinna Valisce, que fue prostituida en burdeles de Nueva Zelanda antes y después de la descriminalización. Bajo la regulación, las mujeres siguen siendo asesinadas por proxenetas y puteros.
Cuando las mujeres prostituidas se convierten en “empleadas” y forman parte del “mercado laboral”, los proxenetas se convierten en “gerentes” y “emprendedores de negocios” y los puteros son simplemente clientes. Los servicios que ayudan a las mujeres a salir son irrelevantes porque, ¿quién necesita ayuda para dejar un trabajo común y corriente? Efectivamente, bajo la legalización, los gobiernos se lavan las manos en cuanto respecta a las mujeres, porque como dice el mantra: “Es mejor que trabajar en McDonald’s”. Como me dijo una sobreviviente del comercio sexual: “Al menos cuando trabajas en McDonald’s, no eres la carne”.
Si la prostitución es trabajo, ¿los estados crearán programas de capacitación para que las jóvenes realicen “el mejor sexo oral”?
La decisión de incluir a la prostitución como una “habilidad laboral” es una luz verde para que los proxenetas llenen los burdeles para satisfacer la demanda masculina de prostitución de las mujeres más vulnerables, cada vez más elevada.
La práctica de usar cuerpos humanos como lugar de trabajo se normalizó bajo el sistema económico neoliberal. Apoyar la idea de que la prostitución es “trabajo” no es un punto de vista progresista ni defensor de las mujeres. Investigué el comercio de leche materna en Camboya, donde adinerados hombres de negocios estadounidenses contratan a mujeres embarazadas y les pagan una miseria por su leche. He visto a hombres desesperadamente hambrientos en bancos de sangre en la India, ofreciendo vender su sangre a cambio de comida. Las niñas en Ucrania venden cabello rubio “virgen” para ser utilizado como extensiones en los salones occidentales. Es cada vez más común “alquilar un vientre” de mujeres de las regiones del sur para que gesten un bebé para los privilegiados occidentales.
En los Países Bajos, que legalizaron el comercio sexual en 2000, es perfectamente legal que los profesores de autoescuela ofrezcan clases a cambio de sexo, siempre que las alumnas sean mayores de 18 años.
Bajo la legalización en Alemania, una ONG financiada por el gobierno, descrita en su sitio Web como “centro de asesoramiento para trabajadoras sexuales”, ofrece capacitación para que las mujeres se desempeñen como “asociaciones de asistentes sexuales de alquiler” cuando deciden abandonar la prostitución. La capacitación se centra en el modo en que las “trabajadoras sexuales” pueden ayudar a las personas discapacitadas a explorar su sexualidad. Suministrar servicios de prostitución, pues de eso se trata, a hombres enfermos o discapacitados es como el servicio de “comidas sobre ruedas”, y está claramente considerado como un servicio público. En otros sistemas legalizados, como Dinamarca y Australia, la prostitución está disponible para los hombres dentro del sistema de salud pública. Quizás una conclusión inevitable es que quienes trabajan al cuidado de parejas con discapacidades físicas, donde haya un impedimento de movilidad de medio a grave, tendrán que ayudar a que los miembros de la pareja tengan sexo entre sí. Por ejemplo, la cuidadora tendrá que insertar el pene de uno en el orificio del otro.
Cualquier gobierno que permite la descriminalización del proxenetismo y de la compra de sexo, les envía un mensaje a sus ciudadanos/as de que las mujeres son recipientes para el consumo sexual masculino. Si la prostitución es “trabajo”, ¿los estados crearán programas de capacitación para que las jóvenes realicen “el mejor sexo oral” para los compradores? En lugar de incluir la prostitución como una supuesta opción entre sus políticas de inmigración, Nueva Zelanda debería investigar los daños, incluyendo la violencia sexual, que soportan las mujeres en la prostitución.
Si la prostitución es “trabajo sexual”, entonces por su propia lógica, la violación es un simple robo. El interior del cuerpo de una mujer nunca debería ser considerado como un lugar de trabajo.
Texto original: “Prostitution is not a job. The inside of a woman’s body is not a workplace” (The Guardian)
Fecha: 30 de abril de 2018
Autora: Julie Bindel
Traducción: Analía Pelle
Colaboración: Olga Baselga