“Cuando oigo hablar de concejales y concejalas me pregunto por qué ningunean a los concejalos”. Así ironizaba el escritor Arturo Pérez-Reverte desde su cuenta de Twitter este domingo acerca del uso del lenguaje no sexista. Y no es la primera vez. En otras ocasiones ha calificado el lenguaje inclusivo como “ridículo” y, recurriendo a sus insultos habituales, afirmó que solo es usado por “algunos políticos demagogos y algunos imbéciles”. Imbéciles pero que al menos saben, sin ser catedráticos de la RAE, que concejalas está admitido por la academia desde 1927, no así como concejalos aunque como académico, si quisiera, podría proponer su inclusión. Sea como fuere, Reverte no se quedó ahí y también acusó a sus compañeros de dejarse intimidar por el “matonismos ultrafeminista radical”.
Parece que Pérez Reverte no solo no conoce lo que está admitido y no en su propia academia, sino que además desconoce por completo la historia, hablando sin saber qué es el feminismo radical. Nada de extrañar en una persona que es académica de la lengua, pero que de cada dos palabras que dice una es un insulto. Muy culto por su parte. Sin embargo, no es el único. Desde la RAE hay una tendencia a ridiculizar a quienes adoptan fórmulas para nombrar a ambos sexos, pero no sorprende. Es la eterna historia de las feministas cuando reclamamos nuestros derechos. Le pasó lo mismo a Clara Campoamor cuando abogó por el voto femenino en España o a las sufragistas inglesas que tuvieron que aguantar todo tipo de chistes y difamaciones en la prensa del momento.
La principal excusa de quienes rechazan el lenguaje inclusivo es que el genérico vale y siempre ha sido así. Sin embargo, esto no es cierto. La doble forma está incluida desde hace siglos. En la Edad Media el masculino no era suficiente para dirigirse a hombres y mujeres. Se usaba el “todos y todas”. “El desdoblamiento se utilizaba ya en El Cantar del Mío Cid, en el Libro de Buen Amor, en el romancero… “, afirma la lingüista Mercedes Bengoechea en artículo La sociedad cambia, la academia no[1].
Así según avanza la historia y las mujeres vamos estando en más espacios, el lenguaje nos va nombrando. Según recoge Agnes Callamard en el artículo El sexismo a flor de piel[2]: “siempre en la Edad Media, la forma masculina no se consideraba suficiente: para dirigirse a hombres y mujeres en los discursos pregonados en las plazas públicas, se decía “iceux et icelles” (aquellos y aquellas) así como “tuit et toutes” (todos y todas). Se podía decir “mairesse” (alcaldesa) en el siglo XIII, “commandante en chef” (comandanta) y “inventeuse” (inventora) en el siglo XV, inventrice (inventora) o “lieutenante” (tenienta) en el siglo XVI, “chirurgienne” (cirujana) en 1759, etcétera”. Confirmando estas palabras, en la Introducción a la lexicografía moderna publicada en 1950, Julio Casares afirma que era tal la tendencia en el siglo XVI a feminizar el castellano que se dejó de decir “la infante de Castilla” para decir “la infanta”. Sin embargo, todo esto cambió en el siglo XVII cuando el gramático francés Vaugelas, aseguró que “la forma masculina tiene preponderancia sobre la femenina, por ser más noble”. Eso no fue una decisión neutral, sino con la intención de subordinar a las mujeres desde el lenguaje, haciéndonos invisibles. La lengua inglesa pasó por una evolución parecida y en 1746, el gramático inglés John Kirkby enunciaba sus ‘’88 reglas de gramática’. La XXI afirmaba que el género masculino era más general que el género femenino. Kirkby así convertía al hombre en categoría universal. Desde entonces así ha sido. Se usa el masculino genérico, que no es tal, es excluyente. De hecho, en 1789 cuando surge la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, que no incluyese a las mujeres era intencionado porque en 1791 cuando Olympe de Gouges intentó publicar la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, fue guillotinada por ello, y lo mismo pasó en 1776 cuando Thomas Jefferson escribió la igualdad entre hombres, ahí no estaban las mujeres. Por eso, cuando en 1848, con la Declaración de Seneca Falls, Elizabeth Cady Stanton afirmó la igualdad entre hombres y mujeres, fue tachada de feminista radical. Por tanto, la jerarquía hombre-mujer, es fruto del siglo XVII, del mismo modo que los debates sobre el lenguaje inclusivo tampoco son nuevos.
Como vemos, el patriarcado fue filtrandose en el lenguaje hasta hacernos invisibles, y lo que es peor, hasta que lo interiorizamos y vemos normal ocultarnos a nosotras mismas y llamarnos en masculino, haciéndonos ausentes, viéndonos desde los ojos de los hombres.
Como vemos, el patriarcado fue filtrandose en el lenguaje hasta hacernos invisibles, y lo que es peor, hasta que lo interiorizamos y vemos normal ocultarnos a nosotras mismas y llamarnos en masculino, haciéndonos ausentes, viéndonos desde los ojos de los hombres. El español considera el masculino plural extensible a las mujeres y la RAE entiende que mientras nos autoincluyamos y nos sintamos reconocidas en él, no es necesario cambiarlo. El problema viene cuando las mujeres no nos sentimos reconocidas en ese masculino y exigimos ser nombradas como forma de reconocimiento del yo femenino. Entonces en la academia surgen las risas e imponen su voluntad.
A este contexto hay que añadir un hecho importante. Durante años los hombres eran los únicos que publicaban y contaban el mundo desde su perspectiva. En esos tiempos las mujeres ni siquiera eramos consideradas ciudadanas, por lo que no estabamos en las historias sino recluidas en el hogar. Ahora es diferente, y se necesitan nuevas palabras para las nuevas realidades. Hace 15 años también sonaba raro decir ministra o presidenta, y ahora es lo normal. Esto significa que la lengua es dinámica y evoluciona. Es mucho más flexible de lo que la Real Academia Española deja ver. De hecho, la tendencia natural del lenguaje castellano desde sus orígenes es feminizar. Es más, es la propia academia la que hace que lo natural no lo sea porque es quien impone los usos del lenguaje. Dicho de otro modo, la lengua permite hablar en inclusivo porque el lenguaje es vivo y cambiante, se adapta a los nuevos tiempos, quien no lo permite es la academia que impone desde su posición de superioridad. Si el lenguaje hace distinción gramatical de género es porque la realidad lo demanda, pero la academia lo veta.
La Real Academia Española establece que el masculino es neutro, esto contribuye a crear una imagen mental del mundo plagado únicamente por hombres, lo que crea una imagen falsa y origina que en muchas ocasiones las mujeres nos veamos obligadas a adoptar una doble identidad sexo-Lingüística. Desde pequeñas debemos aprender a deducir cuando estamos o no incluidas en ese masculino genérico, teniendo que esperar a que se acabe la frase para cerciorarnos de que se están refiriendo o no a nosotras, echando mano del contexto.
El uso masculino genérico para referirse a mujeres y hombres lleva a la consideración de que el varón es el modelo, la norma de todo comportamiento humano y la mujer la excepción, lo subordinado, una realidad aparte o una pequeña parte de la realidad. Como consecuencia, “varón” y “ser humano” se convierten en sinónimos. El uso del masculino como presunto universal genérico hace que nuestra mente vea, antes que nada, varones en las personas. Pensamos en palabras que convertimos en imágenes. Así lo afirman los diferentes estudios desde la psicolingüística. Esto significa que si el lenguaje es masculino, nuestro imaginario también será masculino. Podemos hablar de una violencia simbólica porque pone límite al imaginario y silencia a las mujeres. Como decía Georges Steiner: “lo que no se nombra no existe”. De ahí la necesidad de nombrarnos. Hacerlo es posible. Si las mujeres somos más de la mitad de la población, es justo que se nos aluda y estemos igual de representadas en el lenguaje que el hombre. Nuestra lengua posee recursos suficientes para que este propósito sea una realidad. Una de las herramientas o alternativas al lenguaje sexista, es el lenguaje inclusivo.
La gran revolución es la del lenguaje y la RAE lo sabe, por eso pone límites al lenguaje inclusivo (II)
Jéssica Murillo Ávila
El lenguaje inclusivo es una elección consciente para forzar una perspectiva crítica al patriarcado. Lo que se pretende es que se deje de usar el masculino como genérico y que se nombre a las mujeres. Existen algunas técnicas como utilizar sustantivos colectivos: alumnado, profesorado, ciudadanía… También se puede usar el nombre del cargo: alcaldía, vicerrectorado… evitando usos sexistas de la palabra, e incluso haciendo uso del desdoblamiento de género: “los niños y las niñas”. Sobre esto último, Teresa Meana Suárez en el artículo Sexismo en el lenguaje[3], sentencia que “decir niños y niñas o madres y padres no es una repetición, no es duplicar el lenguaje. Duplicar es hacer una copia igual a otra y éste no es el caso”. Hablar en masculino y en femenino, nombrando a ambos sexos, supone utilizar con mayor precisión el lenguaje, expresando con mayor propiedad las necesidades, gustos, inquietudes, de mujeres y de hombres. Representa mucho mejor lo que queremos decir.
Curiosamente, la RAE admite el desdoblamiento de género en obrero/a, peluquero/a, carnicero/a… pero no en títulos superiores universitarios donde alude a que se puede usar tanto el masculino genérico como el desdoblamiento. Así, por ejemplo, nos encontramos que a una mujer que ha estudiado medicina se le puede nombrar como “la médico” o “la médica”. Esto tenía un cierto sentido en determinados momentos en los que las mujeres aún eran escasas en las universidades y se las llamaba en masculino, pero en la actualidad ya no es así. Las mujeres hemos accedido a la universidad de forma masiva, por lo que esta nueva situación necesita palabras nuevas para que seamos nombradas. Por norma general, el o la hablante sigue de un modo espontáneo el orden lógico de la “a” o la ”o” para denominar a las mujeres o a los hombres, por lo que no supondría violentar la lengua. De hecho, si lo pensamos, es mucho más incorrecto decir “la médico”, ya no solo por una cuestión de visibilidad, también de sintaxis dado que no existe concordancia entre artículo y sustantivo. Queda claro entonces que la supuesta incorrección del lenguaje que la RAE ha asegurado en más de una ocasión, no está fundada en razones lingüísticas sino en una ideología machista. Existen diversos hechos que apuntan a esta hipótesis de que nuestra Real Academia de la Lengua Española es machista:
En primer lugar, su composición es mayoritariamente masculina. Desde que fue fundada en 1713, tuvieron que pasar más de trescientos años hasta que admitieron a la primera mujer: Carmen Conde. Como dato importante, Emilia Pardo Bazán lo intentó en tres ocasiones (1889, 1892, y 1912) y fue rechazada bajo estas palabras: “nada de mujeres, son las normas”, a lo que Pardo Bazán respondió que debería contar más el mérito y el esfuerzo que si se es hombre o mujer. Antes de Emilia Pardo Bazán, lo intentaron otras grandes como Gertrudis Gómez de Avellaneda y Concepción Arenal. Más tarde también lo trataron de lograr María Moliner, Rosa Chancel, Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite…. Todas ellas mujeres sobradamente preparadas. Y es que a pesar de que nosotras somos más del 50% de la población, de que somos mayoría en las universidades y que sacamos mejores notas, a nosotras no nos eligen. Por tanto, si la proporción de mujeres en la RAE sigue siendo escasa es porque existen impedimentos que van más allá de los méritos. No olvidemos que el sistema de elección es por cooptación, es decir, ellos mismos llenan las vacantes. Además, los cargos son vitalicios, de manera que no están sujetos a reelección ocurra lo que ocurra y sea cual sea el comportamiento de sus miembros. Eso explica porque Reverte no se corta ni un pelo en utilizar palabras malsonantes a su antojo.
Siguiendo con los factores que hacen pensar que en la RAE hay un fuerte sexismo, habría que recordar el anuncio que crearon para celebrar los 300 años de su diccionario en el que se mostraba a una mujer analfabeta y ama de casa que necesitaba del diccionario porque “limpia y da esplendor”. A ello hay que añadir algunas incoherencias con tal de mantener a la mujer subordinada. La RAE es capaz de ir en contra de sus propias normas para relegar a las mujeres. Se supone que se sigue un orden alfabético: la “a” va antes que la “o”. Si abrimos nuestro diccionario veremos que, efectivamente, las palabras siguen un orden alfabético, pero una vez llegamos a la propia palabra se pone primero el masculino y luego el femenino, por ejemplo, perro/a. Como asegura la periodista especializada en género, Nuria Varela, “no es una cuestión lingüística, sino del poder de quienes lo escriben”, y cómo hemos explicado cuando hablábamos de su composición, son mayoritariamente hombres.
También, como anécdota, Víctor García de la Concha, antiguo director de la RAE, acudió a una conferencia en Colombia en el año 2007. En aquellas jornadas se le preguntó cuándo iba a incorporar la perspectiva de género en el diccionario, y aseguró que encargó a un grupo feminista hacer propuestas, pero no las aceptaron todas para no hacer militancia feminista. Para García de la Concha el feminismo es algo horrible.
Otro ejemplo, son sus definiciones: Una cucaracha es una mujer morena, y una arpía es una mujer fea. Un ciudadano o una ciudadana, según la cuarta acepción del diccionario de la RAE, es un hombre bueno. Gozar es conocer carnalmente a una mujer. Periquear es una mujer que disfruta en exceso de su libertad, para la RAE la libertad de la mujer debe tener un límite. Callo es una mujer fea. Baboseo es la acción de babosear, obsequiando rendidamente a una mujer. Un muslamen es el muslo de una persona, especialmente los de una mujer. Asimismo, existen significados diferentes según el género femenino o masculino: no es lo mismo un aventurero que una aventurera, un perro que una perra, un zorro que una zorra etc. El femenino alude a la prostitución. De hecho, la RAE tiene más de ochenta definiciones y sinónimos de prostituta, tales como ‘pelota’, ‘maleta’, ‘gamberra’, ‘mujer del arte’, ‘mujer del partido’, ‘mujer de punto’, ‘mujer perdida’, ‘mujer mundana’ o ‘mujer pública’. Básicamente, para la RAE, ‘mujer’ es casi un término peyorativo de ‘puta’.
Otras palabras no tienen equivalencia como por ejemplo: arpía, víbora, caballerosidad, maruja… Además, existe una clara negativa a feminizar profesiones asegurando que podrían llevar a confusiones por ser homónimas, por ejemplo: la música es la melodía, pero no se puede llamar música a una mujer que toca la guitarra. Sin embargo, el basurero puede ser un recipiente para echar la basura o un hombre que se dedica a recoger la basura, pero en esos casos no hay ningún problema, ¡Qué casualidad!
Y no acaba aquí la conciencia machista de la “gran” institución de la lengua. En muchas de sus definiciones realizan una cosificación de la mujer donde lo masculino es lo universal y lo femenino es lo particular. Lo femenino es definido desde o a partir de lo masculino. Se necesita del sustantivo “mujer” para definirla. Sirve para mantener a la mujer subordinada y diferenciar al subgrupo del grupo supremo. Por ejemplo, fiscala, capitana, jueza… La RAE, en su diccionario, define la juez o la jueza como la mujer del juez. Esto tenía una explicación en los primeros años de la Revolución Industrial, donde el capitalismo y la privatización de las tierras llevó a la expulsión de los campesinos y estos se trasladaron a otros lugares, adquiriendo independencia económica y de la familia de origen para crear una nueva. Los matrimonios dejaron de ser un contrato jurídico entre linajes familiares, para pasar a ser independientes con una familia nuclear-conyugal (madre, padre, hijos y/o hijas). Se produjo la individualización masculina, pero no femenina. El hombre se convirtió en el proveedor del hogar y se dio un contrato sexual. Esto es, el hombre adquiere la exclusividad sexual de la mujer, y a cambio él le transmite su estatus. De ahí que se hablase de jueza como mujer del juez, o alcaldesa como la mujer del alcalde etc.
El culmine del machismo y el androcentrismo rebosante, está en la definición de “Huérfano/a”. Según la RAE, huérfano/a es “una persona de menor edad: A quien se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos, especialmente el padre”. Posiciona al hombre como ser superior y la inferioridad de la mujer. La referencia es el hombre.
A ello, se une la utilización de la palabra “Hombre” como concepto ambiguo. A veces es para referirse al hombre, y otras veces a los hombres y las mujeres, por ejemplo: “la historia del hombre”.
Podríamos pensar que todo lo explicado es cosa del pasado. ¡Ojalá fuera así! Estos conceptos se pueden ver en el diccionario actual. Es cierto que para celebrar los trescientos años del nacimiento de su diccionario, la RAE sacó su 23 edición donde incorporó palabras nuevas. Sin embargo, las definiciones como gozar, los más de ochenta sinónimos de puta… sí que se mantienen. Algunos cambios son los de palabras como “belleza”, que antes era una cualidad solo de la mujer. También existen palabras nuevas, como “feminicidio” o “empoderamiento”. Lo que podría ser un gran paso a adelante, en realidad no lo es. Definen el feminicidio como asesinato por razones de sexo y no de género. Cualquiera con una pequeña perspectiva de género sabría que el género y el sexo no es lo mismo. El sexo alude a las diferencias biológicas, y el género a la construcción social de lo que es femenino o masculino a partir de las diferencias biológicas. La antropóloga mexicana, Marcela Lagarde, fue quien tradujo el término feminicidio al español. Surgió en 1979 en el Tribunal Internacional sobre los crímenes de mujeres por Diana Russel para denunciar la violencia a la mujer, la mutilación genital femenina…por tanto, se refería a razones de género. La definición de la RAE falsea la realidad, como ya lo quiso hacer con la violencia de género. Cuando el gobierno de Zapatero elaboró en 2004 la ley integral contra la violencia de género, la RAE prefirió que fuese llamada violencia doméstica o violencia por razones de sexo. De nuevo se encontraba equivocada. La violencia de género se produce precisamente por la construcción social patriarcal que asigna roles diferentes para hombres y mujeres, cuando un hombre con conciencia machista considera que la mujer no cumple con su supuesto rol, emplea la violencia contra ella. Además, no siempre coincide con la violencia doméstica, ya que está última es aquella que se produce en el ámbito del hogar ya sea por un hombre o por una mujer. Esto visibiliza que la RAE tiene una inmensa aversión a usar el género como lo ve el feminismo. No obstante, no ha sido tan reticente al incorporar palabras como “guay” o “fistro”.
En general, todas estas definiciones son sexistas, y por proceder de la RAE se ven como incuestionables y no es más que una construcción patriarcal de acuerdo a valores androcéntricos.
Más allá de la RAE, existen sexismos en el lenguaje. Por ejemplo, se toma como referente de la población a los hombres, y existe una tendencia a masculinizar las profesiones. Además, se utilizan determinadas expresiones sexistas, como “coñazo” como algo aburrido, y “la polla” como algo divertido. A ello se suman las formas de cortesía (señorita o mujer de) que cosifican a las mujeres. También abundan los refranes machistas, como “De la mala mujer no te guíes, y de la buena no te fíes”, “La mujer en casa y con la pata quebrada”, “De la mujer y el mar no hay que fiar”… y los chistes: ¿Cómo se llama la modalidad del tenis en la que a cada lado de la pista hay una mujer y un hombre?: Individual masculino con obstáculos/ ¿Cómo hacer feliz a una mujer el sábado?: Contándole un chiste el miércoles/ ¿Por qué las mujeres no pueden ser curas?: Por el secreto de confesión… y el uso del género femenino para descalificar: “Llora como una mujer”; “nenaza”…
Como anunciábamos en el principio de este artículo, la solución está en el lenguaje inclusivo. Las mujeres queremos ser visibles en el lenguaje y esto no va a romper la esencia del español. Puede que haya a quien no le guste, pero si se respeta la estructura idiomática no pasa nada, sino que se engrandece el idioma porque todas y todos estamos incluidos.
La lengua se ha ido construyendo, como toda manifestación cultural, a través de una serie de valores androcéntricos. Pero en realidad, es dinámica y necesita incorporar palabras nuevas. Por tanto el lenguaje inclusivo no es sólo una “a” o un “o”. Es una forma de posicionarse contra el machismo, pues como diría la escritora chilena, Marcela Serrano “el día en que el hombre se apoderó de lenguaje, se apoderó de la historia y de la vida. Y al hacerlo nos silenció. Yo diría que la gran revolución del siglo XXI es que las mujeres recuperemos la voz”
[1] Artículo Mercedes Bengoechea. La sociedad cambia, la academia no. https://elpais.com/elpais/2012/03/07/mujeres/1331101860_133110.html
[2] Agnes Callamard en el artículo “El sexismo a flor de piel”: http://www.nodo50.org/mujeresred/feminismo-callamard.htm
[3] Teresa Meana Suárez en el artículo Sexismo en el lenguajehttp://www.fundeu.es/noticia/sexismo-en-el-lenguaje-apuntes-basicos-3487/
Vía Tribuna Feminista