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9 mitos sobre la violencia de género

La lectura del estimulante libro “Neoliberalismo sexual” de Ana de Miguel ha inspirado esta enumeración de algunos de los mitos más extendidos sobre la violencia de género.

Primer mito: Los maltratadores son enfermos mentales, hombres traumatizados, alcohólicos o que pierden la cabeza por los celos.

Es muy habitual la idea de que los hombres que maltratan son enfermos mentales. Se piensa que sufrieron maltrato infantil, que casi siempre son alcohólicos, o que los malos tratos ocurren debido a arrebatos provocados por celos. También se habla de la violencia de género como si fuese algo del pasado o prácticas extranjeras o primitivas. En suma, como señala Ana de Miguel, “los casos se interpretan como extravíos individuales, patológicos o excepcionales que carecen de significado colectivo”. Los medios de comunicación solo visibilizan los asesinatos y producen una impresión de excepcionalidad. Se transmite la idea de que la violencia de género es una conducta “de unos pocos” que es repudiada por la mayoría de los hombres. La violencia de género es presentada como algo que no tiene que ver con la generalidad de los hombres ni con la cultura de la desigualdad.

Pero lo cierto es que vivimos en una cultura cómplice de la violencia de género que culpa a las víctimas, bien sea de permanecer en la relación o bien de exagerar o mentir cuando hablan de ello o denuncian. Cuando no se trivializa el maltrato, se acusa a las mujeres de aguantar lo inaguantable. La violencia de género no es un fenómeno aislado y patológico sino que los maltratadores son “hijos sanos del patriarcado”. Lo único que tienen en común todos los maltratadores es que son machistas que no consideran a sus parejas como iguales. De Miguel señala que si considerás a una persona como tu igual, por muchas peleas y desamores que vivas, no tendrás el impulso de agredirla. Es el desprecio el que produce la violencia, y ese desprecio se alimenta de ideas machistas, sean o no conscientes.

Segundo mito: No me puede pasar a mí, la violencia de género le ocurre solo a algunas desdichadas, las víctimas.

Laura Luño expone que “la violencia de género es la violación de los derechos humanos más extendida en el mundo. Cada año, entre millón y medio y tres millones de mujeres y niñas pierden su vida como consecuencia de la misma. Naciones Unidas estima que siete de cada diez mujeres sufrirá golpes, violaciones, abusos o mutilaciones a lo largo de su experiencia biográfica. Y, entre aquellas con edades entre los 15 y los 44 años, la violencia de género causa más muertes  y discapacidades que el cáncer, la malaria, los accidentes de tráfico y los conflictos armados juntos”.

Por tanto la violencia de género no es algo que le pase a “unas cuantas desgraciadas”, sino que es un problema estructural, una amenaza colectiva y un asunto de salud pública. Cuando pensamos “a mí no puede pasarme”, estamos considerando que las mujeres que la sufren son menos inteligentes que nosotras mismas, más ignorantes, ingenuas o que les ocurre por sus malas elecciones. Individualizamos entonces el problema, haciendo caer la responsabilidad sobre los hombros de quien la sufre, como si fuese consecuencia sus fallos personales, en lugar de valorar el asunto en su dimensión estructural teniendo en cuenta el perfil amplísimo de las mujeres afectadas (todas podemos ser víctimas de violencia de género) y los modos en que la sociedad estimula la violencia masculina y coacciona a las mujeres a permanecer en las relaciones.

Tercer mito: La violencia de género no afecta a las vidas de las mujeres que no la sufren.

Kate Millett señala que las mujeres vemos el uso de la fuerza como algo inusual. En el día a día, hacemos lo que se supone que tenemos que hacer (poner lavadoras, cocinar, cuidar a las criaturas…) asumimos la doble jornada, la brecha salarial y las relaciones de pareja sin reciprocidad. ¿Por qué asumimos tanta desigualdad? ¿Qué nos ocurre cuando desafiamos las normas patriarcales? El sistema de socialización del patriarcado es tan perfecto, que actuamos como se espera de nosotras pero pensamos que eso sale de nosotras mismas, de nuestra forma de ser o de nuestras preferencias. Apenas es necesario el respaldo de la fuerza para hacernos cumplir.

Pero no nos engañemos, la violencia de género es imprescindible para que el sistema funcione. Cuando las mujeres no responden a las expectativas, puede sorprendernos lo cercano que se encuentra el uso de la fuerza, que hasta entonces era invisible, pero aparece presto a actuar cuando se trata de restablecer nuestro comportamiento genérico. Lejos de ser un suceso, la violencia constituye un elemento de intimidación constante. Un elemento de peso para la permanencia suele ser un temor, más o menos explícito, a represalias en caso de separación.

La violencia de género tiene además importantes consecuencias en la educación y la psique de todas las mujeres. No se trata de un problema personal entre agresor y víctima, sino que constituye violencia estructural contra la clase sexual de las mujeres, por eso las feministas la denominamos “terrorismo machista”. La amenaza doblega la voluntad de las mujeres y corta nuestros deseos de autonomía.

La violencia contra las mujeres tiene importantes consecuencias en nuestra socialización. Como expone De Miguel: “la socialización de la niña implica inocularle una cierta dosis de miedo en el cuerpo. Miedo a los hombres como personas que a través del engaño o la violencia pueden abusar de ellas”. Nos dicen “cuidado con los hombres, no andes sola por la calle”. Y limitamos considerablemente nuestra autonomía en el espacio público. Procuramos no salir de noche ni caminar por lugares solitarios, no volver tarde del trabajo, no abrir la puerta a desconocidos, no entrar con un hombre en el ascensor, si vivimos solas no escribir el nombre en el buzón. También hay miedo a los hombres como depredadores sexuales. A las chicas también pueden robarles la cartera o darles una paliza, pero el miedo que genera la auto-restricción en las mujeres no es de este tipo. Es un miedo confuso a ser atacadas por un hombre o un grupo de hombres con intenciones sexuales.

Explica De Miguel: “pero además es posible que una mujer realice tranquilamente todas esas actividades siempre que esté acompañada de un hombre. Una mujer “sola” está en peligro, ese es el mensaje de la violencia”. Como ha señalado Amorós, en una sociedad patriarcal la mujer que no pertenece a ningún hombre en particular, pertenece potencialmente a todos. Sin embargo, los datos de la violencia machista muestran que la mujer “privada” tampoco carece peligros. Las mujeres tenemos más posibilidades de ser asesinadas por nuestra pareja que por cualquier otra persona, y la mitad de las violaciones tienen lugar por parte de personas del entorno de la victima.

Cuarto mito: Si ella no abandona la relación es porque en realidad le gusta como la trata. Yo estoy soltero y me siento genial.

Suele sostenerse que si las mujeres no abandonamos las relaciones violentas es porque nos gusta que nos maltraten, porque somos un poco masoquistas, porque nos excitan los hombres malos. Este es un reproche habitual de los hombres auto-percibidos como “buenos”: que las mujeres siempre elegimos a los canallas que nos tratan mal. También se nos reprocha la dependencia amorosa, como si la violencia de género ocurriese en mujeres con poca personalidad que son incapaces de construir un proyecto vital propio e independiente. La personalidad débil, de algún modo, explicaría y justificaría lo ocurrido.

Esta perspectiva convierte en un problema individual un asunto colectivo. Si el problema es de personalidad individual ¿por qué las víctimas son las mujeres?, ¿hay un defecto natural en las mujeres? La pieza que falta para comprender la violencia de género es el papel del miedo, de la amenaza que nos conduce a cumplir las normas patriarcales. Y no solo está el miedo a la violencia, expuesto en el punto anterior, sino que también está el miedo a fracasar como mujer, miedo “a quedarse sola”, a no casarnos o tener hijas, a no encontrar el amor. El miedo a que ningún hombre nos quiera es realmente aterrador y nos conduce a satisfacer unos moldes de comportamiento. Por ejemplo, el contagio del VPH y del VIH en mujeres se produce casi siempre en relaciones heterosexuales en las que la mujer no tiene poder para exigir el uso del preservativo porque él parece “sentir menos gusto”. Por otra parte las mujeres casi nunca alcanzan el orgasmo en las relaciones coitales, de modo que la sexualidad hegemónica para las mujeres es proyectiva: gozan a través del placer de él, al sentirse queridas y deseadas, más que por el placer de su clítoris casi siempre ignorado.

Por tanto no solo tenemos miedo a los hombres, sino sobretodo tenemos miedo a quedarnos sin uno. Este miedo está alimentado por las comedias románticas, la música, la novela, los juegos y juguetes de las niñas. La cultura alimenta la idea del amor romántico: el sentido de la vida consiste en encontrar un hombre que nos ame, proteja y que dará sentido a nuestra vida. Podemos alcanzar mucha felicidad con otros proyectos vitales, pero la sociedad nos hace sentir que no estaremos completas hasta encontrar a nuestra media naranja.

Las mujeres tememos que los hombres no se comprometan, que nos abandonen. Tras vivir experiencias de violencia, aparece el miedo a que los hombres se enfaden, a molestarles, a sus golpes, a que hagan daño a los hijos comunes, a que nos humillen y nos insulten. Pero incluso cuando muchas mujeres desarrollan miedo a los hombres debido a experiencias, es difícil que este miedo logre superar el miedo a quedarse sola. Cuando estás soltera más allá de la veintena, no solo sentís que te estás apartando de tus sueños románticos infantiles, sino que además la sociedad te sanciona con habladurías, preguntas impertinentes e incluso con actitudes compasivas. Si no tenemos hijas además se nos recuerda constantemente el peligro de que “se nos pase el arroz”.

Ana de Miguel señala con sarcasmo la falta de asimetría de esta idea del arroz: “como si engendrar bebés a partir de los cincuenta fuera deporte nacional de los hombres”. Un hombre soltero no es percibido como un desgraciado y un fracasado; de hecho a ellos se les alienta a tener una vida promiscua y sentar la cabeza cerca de los cuarenta. A ellos se les dice que no se dejen pescar. Los hombres tienen que realizarse antes de “sentar cabeza”: primero los estudios, el trabajo, los amigos. Luego ya llegará el compromiso, idealmente al lado de una chica joven (la belleza femenina es joven, según los cánones patriarcales) que pueda darle varios hijos si él lo desea. Las diferencias de estatus profesional, de madurez y de simetría, derivadas de la edad, no son un problema para los hombres: el papel de él en la vida es liderarse a sí mismo, liderar su familia y liderar la sociedad (si no se logra liderar la sociedad, siempre queda el reino privado de la familia). Hay que procurar no apresurarse al compromiso, y por eso hay que tener cuidado con las mujeres: detrás de cada alegre, sexy y lúbrica joven, hay una madre gruñona escondida que puede “cortarte las alas” y convertirle en un hombre gris con una vida desprovista de aventuras y con una sexualidad monótona.

Quinto mito: El feminismo presenta una imagen victimista de las mujeres y demoniza a los hombres. Las mujeres no son esos seres débiles y sin poder que se empeña en presentar el feminismo.

Desde ideologías negacionistas de la violencia de género, se argumenta que el feminismo es llorón y victimista, que presenta una falsa imagen de las mujeres como seres débiles y sin poder. Desde este negacionismo las mujeres tienen una fuerza portentosa que emana de su capacidad natural de sacrificio: la madre coraje, la mamá leona. Se trata de heroínas capaces de hacer cualquier cosa por las suyas. Sin embargo, como señala De Miguel, “la imagen de la mujer como un ser poderoso choca brutalmente con la evidencia de tantas mujeres que no pueden poner límites a los hombres como el de la corresponsabilidad en las tareas domésticas”. Desde luego eso de sacar a toda la familia adelante soportando con una sonrisa la falta de reconocimiento y vejaciones, no parece precisamente “poder”.

Resulta indignante que las reivindicaciones de las mujeres se describan como “discurso victimista” y “eterna queja femenina” (pero qué pesadas son estas mujeres). En primer lugar, la acusación de “victimizarse” es inapropiada cuando existe una opresión ante la que es preciso desarrollar una estrategia de resistencia. Las mujeres que se quejan no “se victimizan”, sino que protestan porque son maltratadas por hombres. Es decir, no es que las mujeres seamos lloronas ni quejicas, sino que nos quejamos y sufrimos cuando se nos daña, como es lógico. Y las mujeres que alzan la voz contra la violencia de género que sufren, no están mostrando pasividad sino fuerza.

Es curioso que se culpe a las mujeres de ser muy quejicas, cuando somos nosotras las que sufrimos la doble jornada y la brecha salarial, las que tenemos la sensación de ir corriendo a todos lados y de no llegar bien a nada, las que nos sentimos desbordadas y sin autoestima ante unos hombres educados en la falta de intimidad relacional, en la distancia emocional y en la imposición del silencio para evitar la crítica, la autocrítica y la negociación que, como explica Ana de Miguel, son las claves de una relación igualitaria. Es la educación en la masculinidad la que legitima las falsas promesas y el victimismo del “me han hecho así”.

Sexto mito: Ella sabrá qué beneficio obtiene de ese matrimonio ¿quién soy yo para meterme en lo que pasa en su casa y en lo que ella elige?

Existe la idea de que las mujeres “eligen” permanecer en la violencia de género para obtener algún tipo de beneficio. Desde esta perspectiva, la vida es muy dura y difícil, de modo que muchas consideran que les compensa aguantar veinte años de malos tratos, porque disfrutan del nivel de vida del marido. Se nos explica que las mujeres viven más cómodas así que limpiando casas. Si una mujer y un hombre conviven, algún motivo tendrán (ya habrá visto cada cual el beneficio que obtiene). El matrimonio es como un contrato en el que cada parte satisface su interés. En todos los códigos penales españoles hasta el de 1983 se consideraba un atenuante el matrimonio en los malos tratos de los hombres hacia las mujeres.

En esta línea de pensamiento, si la mujer se separa, que no se le vaya a ocurrir intentar “sacar nada”, que ya ha vivido durante mucho tiempo la vida regalada. Estas ideas parten de la consideración de la mujer como parásito aprovechado que está en permanente deuda con su esposo. Desde este prisma se legitima que, si se divorcian, el hombre se desentienda de sus obligaciones con su descendencia (y ya ni hablar de compensar a la mujer por el trabajo invisible cuya misma existencia suele ser infravalorada y negada, ¡qué mujer tan vaga e inútil!). La tesis machista concluye que si la mujer “elige” permanecer en la relación, qué apechugue con lo que le ha tocado, y si “elige” irse, que se busque la vida con sus hijos o hijas. Estas ideas legitiman la utilización de la violencia de género de tipo económico e ignoran la feminización del paro y la precariedad, la invisibilidad del trabajo doméstico y la existencia de la doble jornada. Si hay una clase sexual que “parasita” en términos estadísticos el trabajo de la otra, esa clase no es la de las mujeres.

Séptimo mito: Un hombre tiene que saber poner a las mujeres en su sitio.

La violencia de género está legitimada por la cultura. Los hombres aprenden que para no ser “nenazas” tienen que aprender a usar la violencia y a ejercer su dominio sobre las mujeres. Así se les enseña en juegos, películas, canciones, videojuegos y pornografía. No hay nada peor que convertirse en una nena y la diferencia con las chicas se marca mediante la violencia. La tradición religiosa y también la alta cultura, con la “literatura seria”, la filosofía y la ciencia (Aristóteles, Hipócrates, Galeno, Darwin, Freud, etc.) construyen el edificio del machismo cultural. Luisa Posada explica que en filosofía encontramos que tanto los contractualistas como Locke, Rousseau y Kant, como los subversivos como Sade y Nietzsche, coinciden en su opinión sobre las mujeres. El machismo parece capaz de suscitar alianzas impensables entre hombres. Dice Nietzsche en Así habló Zaratustra: “¿vas con mujeres? ¡no olvides el látigo!”

Octavo mito: Los hombres somos como niños grandes, traviesos pero noblotes; pero ellas son muy retorcidas. En realidad las más malas somos las mujeres.

Está muy extendida la idea de que los hombres son como niños grandes, brutos pero noblotes, juguetones pero casi nunca malos. En cambio las mujeres son muy retorcidas y malas. Ana de Miguel expone que para la cultura popular ni siquiera es necesario que las mujeres sean sujetos activos de ese mal, sino que basta con que esté ahí su cuerpo, su carne, su pelo que incita a los hombres a pecar. En ocasiones el mal es consecuencia de la idiotez natural de las mujeres. Amelia Valcárcel expone que Eva, en una mañana un poco desocupada condenó a la humanidad fuera del paraíso. Pandora, en un arranque de curiosidad abrió la caja en la que estaban encerrados todos los males del mundo. Ana de Miguel expone esta ideología de la maldad femenina: “no queda claro si estas mujeres son más tontas que malas, pero sí las consecuencias. Las mujeres son seres que hay que temer, a los que hay que dominar y, si parecen buenas, hay que utilizar la violencia preventiva”. La filósofa nos recuerda el refrán que dice: “golpea a tu mujer de vez en cuando, que aunque tú no sepas por qué lo haces, ella sí lo sabe”.

Noveno mito: la violencia de género ocurre porque los hombres tienen miedo al feminismo.

A veces nos dicen que la violencia de género aumenta por el temor de los hombres a las mujeres autónomas y al feminismo. Se argumenta que el feminismo genera un resentimiento que da lugar tanto a explosiones individuales de violencia como a violencia organizada contra nuestro sexo. Nos dicen que ese resentimiento es incluso la causa del incremento del voto a la ultraderecha. Tras estos argumentos suele subyacer la idea de que el feminismo ha ido demasiado lejos, porque al parecer la igualdad ya se ha alcanzado y lo que pedimos ahora son privilegios, o bien porque los métodos que usamos son “radicales” (¿las manifestaciones?) o porque estamos motivadas por el odio contra los hombres. De acuerdo con esta argumentación, la violencia quedaría justificada porque los hombres reaccionan al comportamiento violento de las mujeres, que se han vuelto más irracionales y vengativas que nunca (siempre han considerado que somos irracionales y vengativas, pero desde que nos hemos unido al feminismo “malo”, les hemos dado más razones que nunca para matarnos, humillarnos y explotarnos).

Una variación algo menos extrema de esta argumentación es la de que las feministas obtenemos demasiada atención mediática, que tanta exposición de los problemas de las mujeres ya cansa, e incluso que el feminismo es una cortina de humo que oculta los asuntos realmente importantes (como la precariedad laboral, que por lo visto según algunos es un problema ajeno al feminismo), que nuestras reivindicaciones se centran en cambios puramente cosméticos fáciles de satisfacer para los poderes fácticos (que nos llamen juezas, fiscalas y médicas es una de estas reivindicaciones que les indigna) y que las personas realmente explotadas (por lo visto son los hombres) se desesperan al ver que sus asuntos son ignorados mientras el feminismo está “hasta en la sopa”, de modo que se deciden a votar a la ultraderecha, que al parecer se preocupa mucho por los hombres trabajadores.

Dentro del feminismo a veces también se interpreta la violencia de género como fruto del miedo de algunos hombres a la autonomía de las mujeres. Los hombres temen perder sus privilegios ilegítimos, como su exceso de credibilidad intelectual, sus trabajos creativos, su propiedad sobre los bienes materiales y simbólicos, y su dejación de la crianza y el cuidado. Nos ven decididas a arrebatarles los escaños, los puestos de poder político, los mejores puestos de trabajo y todos esos cuidados domésticos que tan agradable les hace el regreso del trabajo. Como señala Ana de Miguel, “se extiende ese tópico de que los hombres temen a las mujeres nuevas y por eso actúan violentamente contra ellas. Se ha llegado a afirmar que ese miedo es la causa del aumento de la prostitución e incluso de la pederastia”.

Pero no debemos olvidar, señala la filósofa, que la violencia contra las mujeres es mucho mayor en los países en los que las mujeres están más sometidas y en los que el feminismo permanece silenciado. En numerosos países se comete eugenesia de niñas o infanticidio, se vende a las niñas para prostituirlas, se viola a niñas y mujeres en una mayor frecuencia estadística, se las lapida como adúlteras, se les echa ácido en la cara para vengar un orgullo herido, las ajustician incluso sus propios hermanos y los feminicidios son mucho más frecuentes.

Además, por mucho que algunos hombres tengan miedo, eso no explica la violencia y mucho menos la justifica. Miedo tenemos todas las personas, de modo que el indefinido y poco creíble “miedo a perder privilegios” no puede utilizarse para justificar el miedo que experimentan cada día las mujeres que sufren violencia machista.

Vía TF

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