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La banalidad de la misoginia

Hannah Arendt es probablemente una de las pensadoras más influyentes del siglo XX. Su brillantez y notoriedad le sirvieron para cubrir el juicio de Eichmann en Jerusalén. Adolf Eichmann fue detenido el 11 de mayo de 1960 en Buenos Aires y trasladado posteriormente a Jerusalén para comparecer ante el tribunal del distrito de Jerusalén el 11 de abril de 1961. Sus delitos: crímenes contra la sociedad judía, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra durante el régimen nazi y durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Eichmann se declaró inocente: “Jamás he matado a un ser humano”.

Hannah Arendt no se limitó a contar la narración del juicio ni transcribió una simple crónica de la vista; Arendt quiso comprender los actos de Eichmann y para ello fue más allá de lo que cualquier otra persona hubiese hecho en su lugar. Esta reflexión y ganas de entender cómo una persona podía ser cómplice del mayor exterminio de la humanidad sin inmutarse y sin reconocerse victimaria le hizo a Arendt acuñar el concepto de “la banalidad del mal”.

Decía en su ensayo sobre el juicio de Eichmann: “Lo más grave en el caso de Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.

Según esto, bajo un régimen totalitario podés ser una persona normal capaz de deshumanizar a la otra y acabar con su vida simplemente porque obedecías órdenes.

Precisamente la catedrática Herbert C. Kelman en su artículo ‘Violence without Moral Restraint’ para la Journal Social Issues sitúa la deshumanización de las víctimas como una de las condiciones para que se produzca la inhibición de la moral.

En este sentido, Ana de Miguel al abordar el mito de la libre elección en la prostitución advierte que “en el mensaje del neoliberalismo se niega todo principio moral que nos dice: Ponete en el lugar de la otra, salí de vos misma(moral kantiana)”.

En estas líneas no pretendo ahondar en el pensamiento de Arendt ni acometer por tanto el análisis sobre la banalidad del mal que debido a su complejidad requeriría de un mayor espacio dedicado sólo a ello; no obstante quiero recalcar sus palabras arriba citadas: “Estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.

Así son los hijos del patriarcado, normales. Aquellos hombres que acosan, violan y matan son normales. Esos hombres que prostituyen a mujeres y niñas son normales. Los hombres que alquilan el vientre de mujeres para cumplir deseos son normales. Y son normales porque crecen en un sistema que les otorga una posición de dominación donde ellos son los sujetos con la capacidad de elegir, de convertirnos a nosotras en objetos porque nos han deshumanizado.

Poco a poco nos han ido fragmentando en la publicidad, en los medios de comunicación y en el cine; mujeres mostradas a trozos, sin rostro, cosificadas; cuerpos sin identidad.

Cuando nos encontramos con un asesinato machista, la pregunta de la persona que entrevista al entorno de la mujer asesinada es: ¿Cómo era su vecino? ¿Era una persona normal?

Sí, era una persona normal. Los hombres misóginos son personas normales. La misoginia es odio hacia las mujeres y también es desprecio, control, humillación e invisibilización; y es una estrategia más del patriarcado. Ellos se sienten amparados en esta estructura que les ha otorgado el poder, y este poder se manifiesta en cómo salen indemnes de las agresiones que perpetran -a veces en manada- sin que la justicia y el Estado hagan nada al respecto para protegernos de los hombres normales que nos humillan; que nos gritan y nos golpean en casa, que nos atan a una silla y nos queman; de aquel varón normal con el que nos fuimos a su piso y que tras decir NO nos asestó un golpe y nos mató; de aquellos jóvenes normales con los que nos reíamos en una noche calurosa de fiesta y que también al decir NO siguieron adelante violándonos en grupo; de aquel chico normal con el que rompimos la relación y que al no aceptar esa negativa nos arrancó la vida; del vecino normal que nos asesinó y nos enterró en un paraje lejos de casa; de ese conocido normal que se ofrecía a llevarnos en coche para violarnos y matarnos; del hombre normal que nos acosó sexualmente mientras nos ganábamos la vida trabajando en el campo; de todos esos hombres normales para los que somos santas o putas y que creen tener el derecho de alquilarnos a nosotras para su disfrute; que se excitan ante el porno que reproduce violaciones y vejaciones a mujeres y que ante la violencia física y sexual hacia las mujeres se limitan a decir indignados: “¡No todos los hombres!”.

No todos los hombres acosan, violan y matan pero todos pertenecen al mismo grupo de dominación de un sistema llamado patriarcado que los sitúa arriba con todos los privilegios a costa de nuestros derechos. En esta violación y secuestro de derechos la más flagrante es que nos arrebaten el derecho fundamental a la vida. Los asesinatos machistas nos alarman, nos indignan; también a ellos, a los hombres normales. Ellos condenan que cualquier hombre mate a una mujer y sin embargo hablan de monstruos, de seres que parecen llegados de otro planeta, socializados en otro lugar, enajenados por algo que no saben explicar y que los convierte en locos. No hablan de feminicidios, de asesinatos a mujeres por ser mujeres. Marcela Lagarde en el artículo ‘Antropología, feminismo y política: violencia feminicida y derechos humanos de las mujeres’ lo define así:

“El feminicidio es el genocidio contra mujeres y sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados violentos contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de niñas y mujeres […] Hay condiciones para el feminicidio cuando el Estado (o algunas de sus instituciones) no da las suficientes garantías a las niñas y las mujeres y no crea condiciones de seguridad que garanticen sus vidas en la comunidad, en la casa, ni en los espacios de trabajo de tránsito o de esparcimiento. Más aún, cuando las autoridades no realizan con eficiencia sus funciones. Cuando el Estado es parte estructural del problema por su signo patriarcal y por su preservación de dicho orden, el feminicidio es un crimen de Estado”.

Ya lo decía Celia Amorós, si conceptualizamos mal politizamos mal. Para condenar la cúspide del iceberg de la violencia machista debemos sumergirnos en lo que hay debajo y empezar a trabajar en todo aquello que la alimenta, la normaliza y que no interesa enfrentar porque conlleva alterar toda una estructura, desarticulando un orden injusto para nosotras y que algunos quieren seguir perpetuando por temor a romper el pacto de la fratría.

Ni la estupidez ni el odio ni una forma de ser socializados puede convertirse en excusa para hacer el mal; ni para asesinar a millones de judías en el caso del Holocausto ni a cerca de mil mujeres en España desde que se contabilizan los asesinatos machistas a partir del año 2003, empeñándonos en no poner el contador a cero y donde las cifras oficiales olvidan a tantas de nosotras.

Situemos el foco en la raíz misma de nuestra opresión y desmantelemos el patriarcado. Dejemos de normalizar la violencia considerando monstruos a quienes la ejercen. Empecemos a entender que son hijos sanos del patriarcado y que deben hacer un pacto contra el machismo.

Hagámoslo juntas y juntos; con todos los hombres normales que dan un paso en la banalidad de la misoginia porque formar parte del progreso, de la democracia, de los derechos humanos, de la justicia y de la dignidad humana implica reconocerse en el otro y en la otra; implica pensar, cuestionar el sistema de dominación y deconstruirlo para salvarnos de la deshumanización.

Vía TF

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