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¡A vencer y vivir!

Hoy tengo más años que los que tenían mi mamá y mi papá cuando salieron de la cárcel, allá por el 79. A mi mamá la habían liberado antes, pero es casi lo mismo, o peor, porque los años que mi vieja no pasó en cana, los pasó jugándose la vida para sacar a mi papá y a otras presas políticas que habían agrupado en una causa que titularon ‘FISCAL c/Sarrode, Claudio Alberto y Otros sobre Averiguación Infracción Ley 20.840’. Era una ex presa política, abogada, mujer, sola y joven defendiendo a presas políticas en La Plata en plena dictadura.

Como era muy posible que la volvieran a secuestrar y desaparecer, no se instaló en esa ciudad sino en Buenos Aires. Acababa de salir de la cárcel, no tenía plata, ni trabajo, no podía decir qué le había pasado, no sabía si la seguían, si volverían a desaparecerla (ya la habían secuestrado y desaparecido dos veces, la última fue dentro de la cárcel tras firmar su libertad), no tenía quién la cobije en Buenos Aires, vivía en un auto en el que tenía una máquina de escribir con la que se enfrentó a la dictadura. No conocía a nadie. Pero estaba libre y puso su vida en la mesa -vaya a saber una cuántas veces y de cuántas formas- para sacarlo a mi papá. Mi mamá hizo esfuerzos indecibles. La valentía, la entrega, no se me ocurren las palabras, TODO lo que hizo mi mamá para sacarlo a mi viejo es tan hermosamente profundo que me resulta incalificable. Todavía hoy, a casi 43 años de eso -porque el secuestro fue en el 75, con el peronismo en el poder- no sabemos los nombres de quienes ejecutaban la tortura, imaginate en plena dictadura. Podían seguirla y desaparecerla muy fácilmente en una ciudad plagada de gente, adonde no la conocía nadie y a la que acaba de llegar, sin un mango y con las heridas del D2 sin siquiera coagular. Pero ella se instaló a vivir como podía y donde podía, con el terrorismo de estado en apogeo, ahí, en ese momento, mi vieja se atrincheraba denunciando en la justicia lo que le estaban haciendo a mi papá y a muchas otras personas. No sólo ponía el cuerpo, sino que firmaba y se exponía cada vez que presentaba un escrito pidiendo por la libertad de mi papá, que estaba allá en La Plata, a donde lo habían llevado en ese vuelo del que nadie se olvida, en un Hercules donde iban atadas y tabicadas sin saber qué les pasaría, en el que las regaban con vejámenes que son tan difíciles de imaginar como de decir.

He conocido a otras hijas de ex presas políticas. La cárcel no es algo que le pasó nomás a tu papá y tu mamá. No es para nada fácil saber que están sueltas las personas que les hicieron eso, tampoco es fácil no saber quiénes fueron. Se siente como si todavía las torturaran y una no pudiera hacer nada para evitarlo. Y es literal, porque sucede que la gente que torturó a tu familia, que desapareció, que hizo cosas tan terribles que no se pueden decir, anda suelta, por ahí hasta le cedés el lugar en alguna fila porque hoy son ancianos. Hace unos años, el papá de un compañero de la facultad -de quien yo no tenía ni idea- vino un día y me dijo ‘¿Vos sos Lozano? Yo soy policía ¿sabías? Y soy policía desde el 73’. Averigüé. Era Luis Bianchi, el Oso, un torturador vinculado al Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) a quien años luego, en democracia, además de las atrocidades que habían cometido él y su hermano -el Osito- se le endilgaba liderar una de las facciones mafiosas de la cárcel en la democracia. Se murió impune, por suerte y gracias a la militancia de miles de personas, su hermano no. Es difícil imaginarte a un chico de 24 años torturando a alguien. Esa edad debe haber tenido por ese entonces este tipo, su hermano unos menos. Mi viejo me contó que Bianchi no lo había torturado, pero me contó quién era. Vaya a saber una por qué, le llevé un Manifiesto Comunista y un Nunca Más a mi amigo y no volví a pisar la casa.

Hoy veo el desorden que es vivir y tengo los problemas que cualquiera, me duelen lo que a cualquiera, y pienso que envejecer es ir absorbiendo palos y viviendo con ellos, como acostumbrarse a que te falte una pierna, vivir sin que la amargura nos amargue. No tengo ni por asomo los problemas que tuvieron mi mamá y mi papá, y las imagino tratando de vivir a pesar del horror, del terror. Juntas. Sobreviviendo a la dictadura, teniendo al Leo, mi hermano mayor, luego a mí, luego a María Laura, mi hermana a la que todavía llamamos Beba, con el plan de vida trastocado, con miedo, con sufrimiento, pero peleando, viviendo a propósito, porque esa generación no fue a vencer o morir, fue a vencer y vivir, aunque eso les costara la vida. Usaron su vida como un arma. Y lo siguen haciendo hoy, juntas, apechugando la que venga. Pero la que venga ¿eh? Y siento un enorme orgullo de ser su hijo. Literalmente. No por haber superado el sufrimiento, ni por haber sufrido, sino por su capacidad de vivir aunque te corten el alma, por su capacidad de ser felices a pesar de eso, de crecer, de proyectar, de tener hijas y de hacerlo tratando de que el mundo sea mejor, incluidas las hijas de quienes las torturaron. La cana les robó años, la dictadura se llevó amores, compañeras, conocidas, desconocidas, destruyó su mundo y el que estaban creando, y para eso las masacró. Y no han seguido viviendo a pesar de eso, sino con eso.

Escribo esto llorando, masticando amargura y orgullo, alegría, irreverencia, ironía. Ojalá sea un digno hijo de mis viejas, si algo quiero, es eso. Desde aquí las abrazo con el alma y me preparo para la marcha, a donde vamos quienes no queremos que esto le pase a nadie más, a donde vamos las que reclamamos memoria, verdad y justicia. Pasaron los años y nadie pidió venganza. Se han ido muriendo las madres y las abuelas sin dejar de buscar a sus hijos e hijas, a sus nietos y nietas. Se han ido muriendo sin dejar de luchar por la justicia, sin dejar de buscarlas.

Hoy tenemos un gobierno que intenta sepultar todo esto, que pretende que aceptemos la impunidad, que está liberando a genocidas. No lo van a lograr, porque esa generación que masacraron no dejó las ideas en la cárcel y hoy somos miles quienes acompañamos a las Madres y a los organismos.

Se llaman José Lozano y Laura Botella. Las secuestraron cuando volvían de buscar los regalos de cansamiento, tenían 29 y 28 años, querían tener 9 hijas. El 8 de Diciembre del 75, se la llevaron a mi mamá, y más tarde esa misma noche se llevaron a mi viejo que recorrió las comisarías buscándola, sabiendo que terminaría en cana, que por ahí lo mataban, pero la fue a buscar, hasta que lo secuestraron, junto a mi primo que en esos días no llegaba a los 20 años. Y se los llevaron al D2.

Se habían conocido un 18 de Marzo, en el 73, en la calle, frente a una vidriera en la que mi madre comentaba a una amiga que le gustaba una prenda, no estoy segura de si fue una camisa o un pullover, y mi viejo, que pasaba en auto por ahí, se bajó y arrimó para espetarle un ‘¿me la regalás?’. No suena muy seductor, pero aquí estoy yo escribiendo esto. Me pusieron Pablo por Pablo Marín, una de esas personas imprescindibles que la dictadura desapareció. Siempre he llevado con orgullo este nombre y esta historia. Mis viejas se aman. Profundamente. Y andan juntas por ahí, de la mano, les ganaron a los milicos. Es la historia de amor más bonita que conozco. Es la historia que llevo puesta, es la historia que vos, aunque no hayas sufrido directa ni indirectamente el terror, también llevás puesta. Voy a la marcha con todas sus pérdidas, sus dolores, sus compañeros y compañeras. Cada paso que damos es un paso suyo, tuyo y mío, es un paso hacia adelante, es un paso que denuncia, que discute, que busca un mundo mejor y que lo construye. Vamos con dolores, desaparecidos y sufrimientos, sin por eso abandonar la alegría con la que encararon esa revolución, con la que han seguido viviendo y con la que nos han dado vida a todas las demás.

¡30.001 compañeros y compañeras detenidas desaparecidas!
¡PRESENTES!
¡AHORA Y SIEMPRE!

Nos vemos en la marcha.

Pablito.

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