machismo

El libre consentimiento y el fascismo consensuado

Asistimos a una degradación vertiginosa de la vida social, que se presenta como las piezas de un puzzle, como trocitos de la misma imagen. En Estados Unidos “the angry white men”, los hombres blancos cabreados, han conseguido imponer su discurso y colocar a las mandos a una caricatura de sí mismas. Si es la hora de ahorcar, ahorquemos, parecen decir. Las estadounidenses han aceptado más o menos de forma consensuada que ese hombre, Trump, les represente y les guíe en estos tiempos de rapiña. Y rapiña tiene la misma raíz que rape, violación en inglés.

Así que tenemos a un violador vocacional (acumula denuncias, ha reconocido públicamente que cometió agresiones sexuales) al que no es que se le perdonen sus crímenes, se le elige precisamente por ellos.

En el otro extremo del planeta, en Rusia, una magnate ha decidido grabar un programa de televisión inspirado en los Juegos del Hambre, donde las participantes podrán matar, violar y mutilar. Todas firmarán, por su puesto, su libre consentimiento. Así lo anuncian a bombo y plantillo las empresas periodísticas. Y ante la noticia, en las barras de los bares, la tertuliana mueve la cabeza, se queda un momento en blanco y luego balbucea: “hay gente pa’tó”.

Las mujeres hemos sido las conejillas de indias de la ética del libre consentimiento, que dicta que si alguien acepta, es que es aceptable. Cuando el feminismo comenzó a impugnar la moral que establecía que las mujeres no éramos personas, sino propiedades de un hombre o de todos los hombres (mujer decente o mujer pública) surgió rápidamente, para mantener la coherencia en el orden real de las cosas, la ética del libre consentimiento, la del contrato. El burdel debía sobrevivir (de hecho, es una institución social que está más viva que nunca), y si ya no se apoyaba sobre las “descarriadas” debía hacerlo sobre el consentimiento. ¿Quién es usted, puritana, para cuestionar lo que dos personas adultas pactan libremente?

Mucha gente de camisa a cuadros que pulula por la izquierda es ardiente defensora de esta tesis, que reclama que el burdel sea legitimado como institución social y regulado como un centro de trabajo. Y, como el programa televisivo ruso que promete asesinatos y violaciones, se apoyan en que hay “gente pa’tó”, ya que existen algunas mujeres que consideran aceptable pasar su vida como sirvientas sexuales (las que son sometidas a este sistema prostitucional, sobreviven y denuncian simplemente no las escuchan; a las que desean medios materiales y horizonte para dejar el burdel, tampoco). En todo lo demás estas progresistas son capaces de ver las condiciones sociales y económicas que llevan a alguien, por ejemplo, a meter a sus hijas en una patera y echarse al mar, y comprenden con claridad que eso no es una decisión “libre”. Y también son capaces de proponer un modelo social más justo por el que luchar. En el caso de la prostitución, no. La deshumanización y el fascismo del burdel se les escapan, no lo captan. El creador y el beneficiario del burdel son invisibles, no existen.

Pues tras décadas de educarnos en el libre consentimiento (si me dejo sacar un ojo, es cosa mía) hemos llegado a la situación de Siberia (si es que finalmente la noticia, replicada por todos los medios “serios”, es cierta), en la que es posible reducir el asesinato y la violación a los términos de un contrato. Las que lo montan, las que se enriquecen, las que lo miran, como en el caso del burdel, son invisibles. La degradación social que emerge de ese experimento también es invisible, como es invisible para las paternalistas “salvaputas” de la izquierda el tipo de sociedad que se crea en los lugares donde es posible, con la ley en la mano, abrir un bar de mamadas, como los que funcionan a pleno rendimiento en Tailandia.

Vía Tribuna Feminista

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