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El miedo del silencio

La norma 10592/79 fue sancionada bajo la última dictadura militar, en el año 79, y establece que “queda prohibido en todo el ámbito terrestre o aéreo de la Comuna la emisión de sonidos por medio de parlantes u otros elementos similares, ya sea con fines publicitarios o emisiones musicales.

El silencio tiene miedo porque lo normal va mutando, los grises ya van cambiando por colores que vienen del arte y la cultura popular. Y estos colores, estos sonidos que molestan, generan que los fundamentalismos e ideologías que se llevan en la sangre florezcan en pleno otoño. Es la batalla cultural la que se desencadena como un polen molesto para gente que contiene el estornudo y, a la vez, deja atónitas a quienes están yendo a pagar sus impuestos a la bolsa de comercio o están tomando un café en una panadería paqueta. A muchas de estas personas, les da miedo la invasión de sentimientos que puede generar la nota de un saxo, la escala de alguna trompeta o alguna percusión. Contienen sus cuerpos, se atan con pasos acelerados. “¿Cómo puede ser que estos sonidos estén libres? ¿Cómo resulta posible pensar que estos sonidos puedan ser escuchados gratuitamente y que además las músicas que ejecutan sus instrumentos, pongan una gorra en el piso en vez de cobrar una entrada? ¿Acaso quieren decir que el arte debe ser popular y estar al alcance de todas? Eso es raro”. “Esta gente tiene derecho a tocar, pero en un escenario, cobrando una entrada donde hayan sillas y las personas puedan estar cómodas, quietas y escuchando”. Pero estas personas no quieren estar encerradas. “¿Entonces qué hacemos?”.

Ante este pequeño bullicio, el silencio, quien todo controla y limpia profundamente, se puso en alerta a través de sus cámaras y agentes. La respuesta del silencio no tardó en llegar. Reunido en su palacio con sus secuaces, respondió: “lo que hacemos en un otoño donde el arte crece y la naturaleza va perdiendo su lógica, es hacer crecer las botas y los bigotes que creían enterrados”.

artistas callejeras

Luego de esta “gran idea”, el silencio y sus secuaces hicieron la insignia que las representa para festejar. Todas juntas, coordinadamente, con el ímpetu de bailarinas de danza clásica y con los ojos entreabiertos por el placer que les deba hacerlo, se llevaron sus dedos índices a la boca colocándolos en forma perpendicular a sus labios. Como enfermeras que piden silencio para pacientes que están bajo un coma inducido, tratando de que sigan durmiendo sin molestarlas y así estas pueden proseguir con sus tareas programadas. Así fue como el silencio una vez más se salió con la suya, apoderándose de esos elementos que estaban creando incoherencia. “¿Colores en otoño? Eso nunca”.

Pero un día, esos sonidos volvieron a la calle, esta vez en forma de melodías tristes. Melodías de funeral. Estas melodías también estaban acompañadas de algunos personajes que también sentían que estaban muertas. Algunas con trajes estrafalarios, algunas con monociclos, otras con malabares. Todas caminaban juntas, con melodías tristes para que la silencia las escuchara. Parecía que caminaban sin rumbo, pero había algo dentro suyo que las impulsaba. Eran esos colores y sonidos que todavía estaban vivos y que querían salir. Así fue como llegaron hasta el palacio del silencio para hacerle saber que estaban vivas. De duelo, pero vivas. De negro, pero coloridas.

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Inevitablemente, el silencio y sus secuaces trataron de impedir que los sonidos y las melodías entraran al palacio. “¿Cómo se atreven a venir hasta acá? ¿Acaso nuestras botas y bigotes no fueron suficiente? ¿Cómo es posible que tengan color si están todos vestidas de negro?” (El silencio nunca pudo entenderlo y nunca lo entenderá). Inmediatamente, el silencio ordenó: ¡Que nuestros agentes naranja las frenen ahora mismo! (en realidad, las agentes eran amarillas, pero como el silencio no podía ver colores, creía que sus agentes eran de color naranja).

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Las agentes hicieron su trabajo al pie de la letra y, como estatuas, resistieron todo ataque artístico. Ni los malabares, ni las cintas, ni las diferentes melodías que sonaban, ni las diferentes personajes que comenzaban a dejar su estado de duelo para recuperar la alegría pudieron hacer que las agentes naranja (amarillos) pudieran cambiar de color. Sólo permanecieron inmóviles. Casi sin parpadear. Sin embargo, sucedió algo inesperado. La presión de la energía del arte popular hizo que los cristales que protegían al palacio del silencio se quebraran y estallaran enseguida.

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Así, las personajes que ya no estaban de duelo y quienes tocaban sus instrumentos para romper los vidrios del palacio, pudieron entrar y llenarlo de melodías. Como era de esperarse, una vez adentro, el silencio ya no estaba. Pero fue el primer paso para que las botas y los bigotes comiencen a marchar hacia atrás hasta que, lentamente, comiencen su propio velorio para ser enterrados en paz y, en este caso, con mucha alegría.

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